viernes, 19 de abril de 2019

UNA NOCHE CON NADIA


El Changó-bar echa humo todos los viernes y sábados. Parece un barco a la deriva que logró llegar a buen puerto. La música, la bulla y los tragos la hacen ver hinchada y con una humareda enloquecida. Desde afuera se siente que la gente adentro está feliz, gritando y saltando como si nada de lo que pasara sobre la calle séptima o en todo chapinero o en todo Bogotá, les importara. Es una discoteca, de ambiente cerrado y reducido, ubicada en la esquina de la calle 47.
La primera vez que uno ingresa siente que no podrá permanecer más allá de diez minutos. Ciertamente es una casa vieja, y seguramente a punto de desplomarse. Sus paredes altas y sin ventanas hacia la calle proporcionan una asfixia natural. Una escalera demasiado grande que casi ocupa la cuarta parte del patio del primer piso, conduce al segundo que es el lugar donde los novios prefieren estar. Los pequeños ambientes rústicos les proporciona escasa privacidad y encantos que nadie posiblemente verá bajo la luz  tenue de un color verduzco o amarillento, según sea la voluntad del iluminador.
El humo ha tomado todo el local y hace que solo él ingrese a los pulmones, y eso a nadie parece importarle. La música a demasiado volumen es posmoderna, toda vez que entramos nos ha recibido la música Connected y más luego se oyen también a Jamiroquai, Hotshilipepers, Leny Kravitz, Moby y nos olvidamos que posiblemente estemos ya mareados de tanto humo dulce o amargo.


Es el lugar más amenizado para divertirse. Las parejas de enamorados; chicas y chicos sin compañía, desde muy temprano la abarrotan; es decir, las ocho o nueve de la noche. A partir de esta hora saben que tienen el reloj contra si mismos: no podrán pasar la una de la madrugada, por la “ley zanahoria”. Una de la madrugada que se traduce en doce y treinta, a partir de este minuto el ritmo de la música es más frenética al igual que el compás que siguen los muchachos. Pareciera como si después de la una se acabase el mundo y al otro día nada interesara ya. Eso lo tienen presentes todos. Tan vivo y sorprendente como que se respeta la “ley zanahoria”. Hasta ahora nadie ha osado pasarse de tragos y ritmos más allá de la una de la madrugada. Seguramente comprenden que esta ley no va contra ellos y es en mejora de la ciudad, pero esperan también que algún día la violencia se domestique y entonces las juergas se prolongarán hasta ver el sol nuevamente.

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En otro país, como el Perú, una “ley zanahoria”, sería el hazmerreír contra el Alcalde que la implantó. Con seguridad desde la primera noche de vigencia las horas del Alcalde al frente del municipio estarían contadas para definir su seriedad como autoridad. “Salud, señor alcalde”, expresarían los parroquianos frente a una cámara de televisión que comprobaba la aplicación de la medida. Al tiempo, los medios de comunicación dirían que se está atentando contra la libertad de diversión y los comerciantes contra la libertad del comercio. Ambos grupos coincidirían que sus hijos mañana no podrían ir más a la Escuela y que la pobreza aumentaría y el hambre, cosa de cada día.




Cosas que sorprenden y por eso seguramente uno tiene tinta y papel para escribir una noche en esta discoteca. El Changó seguramente no es la mejor discoteca de Bogotá, o peor aún, ni siquiera de Chapinero; pero concurre mucha gente, especialmente de la Universidad Javeriana, Del Rosario y otra de nombre impronunciable. En alguna oportunidad, comentan que, pasaron por allí, artistas de telenovela, como la hija menor de Mirando Zapata o el novio de Gabriela en Francisco el Matemático.  En los momentos más frenéticos todos parecen saltar a un mismo ritmo, mover las manos como si estarían haciendo una invocación mágica o ritual, imitar sonrisas sin sentido, las chicas pegarse al cuerpo del hombre y sentirlo todo o más bien provocarse o provocar una sensación erótica. En Colombia, han dicho, que el inicio sexual de las chicas empieza a las doce o trece años, temprana edad, sin duda, considerando que sus padres seguramente lo hicieron la primera vez a los dieciocho o veinte años y que en otros países conservadores este inicio es un poco más retardado. Pero ellas lo han asimilado y no desean aparentar que aún no conocieron al varón, llevan su vida, se podría decir que con mucha dignidad y alegría. En fin, son cosas de la educación; mujeres con una buena formación intelectual, casi se puede decir que en Colombia no hay mujeres “calabazas” [1].


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La primera vez que vine a esta discoteca fue por invitación de mi amigo Andrés, compañero del postgrado en la Universidad Javeriana. Casi le niego la invitación considerando que casi no lo conocía, pero como fue luego de un día lleno de materias densas y reflexiones elevadas, partimos hacia ella. Recuerdo que después de unos minutos, empecé a sentirme bien, la música de Connected me movía cada cuerda sensible que amaba el rock. Lo primero que decidí fue, entre la música, el humo, las chicas bailando como dueñas de nada y de todo, traer a Carolina, aquella flaca de Villavicencio que vivía con nosotros en casa, apenas a dos calles, y que en tantas conversaciones, aparte que me gustaba, nos llevábamos bien.

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[1] Cabezas huecas o ilusas.




La discoteca de mi amigo Andrés, posiblemente haya sido su casa abandonada que ya nadie más quiso habitarla. Es muy conocida entre los estudiantes, a la vez que en el momento que me invitó también lo fue para todos los demás estudiantes nacionales y extranjeros. Entonces sí que me alegró porque en el aula había una chica alta, de cabello lacio, rubio, que bien podría ser bogotana; pero no, ella venía de Lovaina y se llamaba Nadia; y desde los ocho años vivía fuera. Sin duda que el Chango era el mejor lugar para hablarle y acercarme para tocar alguna parte de su mundo sensible y permitirme un ingreso. Pero ella no fue y quedó conservar esos deseos para otra invitación.  

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A medida que avanza la noche y los tragos, el ambiente se hace más desinhibido y los bailes más delirantes. De pronto estoy solo y puedo ver que subido en la parte más alta de las gradas, Andrés, el dueño, mueve el cuerpo como si estuviera en el Carnaval de Río de Janeiro, agita las manos como si fueran alas y los encoge hasta topar su pecho, los pies como una danza india del oeste americano. Quizás lo hace porque está feliz o porque sus amigos extranjeros de la facultad de Ciencias Políticas vinieron con él y ante ellos todo gesto o comentario lo toma como orden. Andrés es un muchacho de 22 años, edad que le permite hacer bromas a sus amigos de la Maestría, como empujarlos mientras bajan las gradas de la facultad, o decirles imitando emoción al saludarlos: “Como ha estado, carajo”. Viene del Valle del Cauca: Popayán, y la primera vez que se presentó en clase, lo dijo con tanto orgullo que causó sorpresa en todos sus compañeros; le llaman el hacendado del Valle del Cauca.

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Para la siguiente noche, unos días después, estuvo más contento. No sólo fuimos sus amigos de la Maestría, también Nadia, Luisa y Diana las otras chicas de cara pálida, modales que indican mundo, viajes, buenos amigos, dinero y buena vida. Se siente como arrebatado contra la vida, entonces Andrés ya no es él y su danza frenética tiene por objetivo agradar e impresionarlas. Todos tomados de la mano efectúan saltos y abrazos, besos como si fueran sin darse cuenta o conversaciones tontas con tal de no perder el hilo de la conversación, con tal de no quedarse callado y que pueda ser mal interpretado por Nadia, sobre todo. Agradable mujer de sonrisa fácil e inocente para el gusto lento de todos los estudiantes de la Maestría de Ciencias Políticas; lento entendido como de reacciones no rápidas en el tema de la conquista amorosa.
Se nota en ella su educación de Lovaina; eso hace que tenga todas las actitudes de una mujer europea y para lo europeo lo latino tiene una seducción difícil de manejar. Sin duda que todos los lentos de la Maestría aman a Nadia, pero aún no saben  a quién ama ella; si estuvo una noche en el Changó fue tal vez para aceptar la invitación de Andrés y conocer a sus compañeros extranjeros. Pero para mí fue suficiente y apenas la vi ingresar por esas gradas anchas se embalsamó mi paciencia y alteró mi paz. Lo primero que pensé fue sacarle a bailar y decirle de una vez lo guardado.

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Entre nosotros ya se dio una primera discrepancia por motivo de Nadia; fue la noche de bienvenida para los nuevos estudiantes que ofreció la Facultad en el noveno piso del Edificio de Ciencias Jurídicas. Terminado los brindis, surgió la apreciable idea de continuar la celebración en el Changó. Nadia estuvo feliz con la idea; pero Andrés no lo creyó así y se fue con ella y otras amigas a una discoteca en la zona norte de la ciudad. El venezolano Alexander y el hondureño Alexis, desde entonces odian a Andrés. Dijeron de él que ni siquiera será capaz de decirle que le gusta. Al parecer tuvieron razón, Nadia no anda con Andrés y se acerca donde Alexis, pero Alexander y yo sabemos que también Alexis es un típico calentador, que luego servirá para que Nadia mire otros horizontes más promisorios. Y, también, tuvimos razón, Nadia no desea acercarse más a Alexis y sí a un muchacho llamado Fernando, alumno del pregrado y tres años menor que ella. Para los estudiantes latinoamericanos eso es una ofensa y el culpable indudablemente que es el hacendado de Popayán.

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Aquella noche del Changó, no sé si feliz por la discoteca o la frustración porque Nadia se fue temprano, al final del baile empecé a gritar descontroladamente en toda la avenida séptima que votaría por Álvaro Uribe y el que lo contradecía que se vaya donde “tirofijo”, el líder de las FARC que había puesto precio a la cabeza del candidato. Alexis tuvo que taparme la boca, sujetarme como a reo de manicomio, por las imprevisibles consecuencias que eso traería. Temía que aparezca un pistolero solitario y me remate con la mayor frialdad del mundo con dos tiros en la cabeza. Pero, nadie sabe que tomé tamaña actitud sólo para impresionar a Nadia y para quitarme el despecho contra ella que sólo le sonrió a Alexis.

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            Desde aquella noche y conocido que Álvaro Uribe es el nuevo Presidente de Colombia, me siento más tranquilo; no tengo a Nadia conmigo pero siento que contribuí a su triunfo. Muchos, seguramente los que me vieron gritar, pensaron en votar por él, porque significaba autoridad, la misma que la ejerció mientras fue Gobernador de Antioquia, todos comentan que eliminó las guerrillas urbanas, la delincuencia inmanejable y todo ello le sirvió para hacerse respetar en toda Colombia y pensar en él como el héroe que necesita el país. Vivo feliz por ello.

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El Changó bar, ahora que terminaron las clases, continua hinchándose y soltando humo, a veces dulce o agrio los viernes y sábados, pero ya no hemos vuelto más. Tampoco Nadia que partió para Yopal en donde queda su finca de descanso y sabemos que no se fue sola, lo hizo junto a su amigo del pregrado. Ah, caramba me siento tan inútil y desconsolado, si al menos hubiera aceptado al indeciso de Alexis o al efusivo de Andrés. Kléver el ecuatoriano, nos ha alegado que él siempre tuvo razón:  el Changó no es bueno para divertirse; no hay un lugar donde sentarse y poder convencer a una chica de tus sanas intenciones de ternura. Todo el tiempo tenemos que estar hablando fuerte y preguntando qué dijo o respondiendo cosas que nunca te preguntaron. Todo el tiempo saltando, y el humo haciéndote llorar; en fin cosas de la edad que aún no lo entienden todos.



           
                                                                                                          Bogotá, Julio de 2002

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